Era una luminosa mañana de junio. A la Sra. Murphy le extrañó que la oficina de correos no hubiera abierto a su hora. Emily solía ser puntual. Algo le ha tenido que ocurrir, pensó la Sra. Murphy mientras seguía su camino hacia el comercio del comandante. Y en efecto, lo que le había ocurrido a Emily había sido un golpe con un objeto contundente y cortante en el parietal izquierdo del cráneo. Eso escribió el policía en su libreta cuando inspeccionó el cadáver. A Emily, la cartera de Ballydungael, la habían encontrado veinte minutos antes tirada en el arcén de la carretera, a doscientos metros de la granja del viejo MacSweeney, en las afueras del pueblo, en el otro extremo de donde vivía. Tras un desayuno reglamentario de salchichas y huevos revueltos, lo ideal para aguantar un día duro, el mayor de los MacSweeney, Declan, acababa de arrancar la moto que cada mañana le llevaba a la fábrica de conservas de pescado donde trabajaba, cuando la visión de aquel bulto en la carretera le hizo detenerse. El aire alzaba la tela estampada de trazos rojos y azules. Era imposible no verlo. Se trataba del bonito vestido de Emily Donoghue. La sangre le cubría el rostro y por eso Declan no pudo reconocerla. Fue su madre quien identificó enseguida a la propietaria del vestido. «Lo llevaba ayer tarde, me la encontré cuando iba de compras. Es Emily, la de correos, pobre mujer.»
Eoghan Duffy, el sargento de la Garda Síochána, la policía de la República de Irlanda, se inclinó sobre el cadáver, buscando alguna prueba que pudiera orientar su investigación. Se trataba del primer asesinato que se cometía en Ballydungael desde la guerra civil. Y el primero con el que se encontraba en su carrera profesional. Casi había olvidado cuál era el protocolo que debía seguir en estos casos.
La noticia circuló por el pueblo a gran velocidad. [… Si quieres continuar leyendo las primera páginas de la novela, pulsa en este enlace].